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El poder invisible de las palabras

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Pocas cosas se subestiman tanto como el poder del lenguaje en el uso cotidiano de las palabras que uno se dice a sí mismo y a los demás. Existe una frontera casi imperceptible entre pensar distinto y hablar distinto, y cruzarla transforma no sólo lo que creemos posible, sino la manera en que el cerebro se organiza para alcanzarlo.

Una frase atribuida a muchos personajes célebres aconseja: “Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en palabras; cuida tus palabras, porque se convertirán en acciones; cuida tus acciones, porque se convertirán en hábitos; cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu carácter; y cuida tu carácter, porque se convertirá en tu destino”. Hoy sabemos que el lenguaje no es un simple vehículo del pensamiento, sino un sistema que lo moldea y lo entrena. También ocurre a la inversa: cuando cambiamos lo que decimos, transformamos los pensamientos y, con ellos, el destino.

Los estudios de neurociencia del lenguaje confirman que los verbos de acción activan regiones motoras del cerebro, incluso sin ejecutar el movimiento. Al decir “camino”, “resisto” o “construyo”, el cerebro prepara las áreas que usaría si realmente lo hiciera. En cambio, expresiones como “no puedo”, “esto me supera” o “ya fracasé” activan redes vinculadas al miedo, la parálisis y la evasión. Las palabras, además de reflejar un estado mental, lo generan.

El coaching ontológico sostiene que el lenguaje no describe la realidad, sino que la crea. Cada declaración —“no tengo remedio” o “a partir de hoy me hago cargo”— abre o cierra un universo de posibilidades. En la práctica, modificar el lenguaje no es un acto de optimismo, sino de responsabilidad.

En un proceso de coaching ejecutivo, resulta evidente cómo un cambio sutil en el vocabulario transforma la manera de pensar. Cuando alguien sustituye “tengo que” por “elijo”, altera su relación con la acción y deja de sentirse víctima de las circunstancias y asume la autoría de su conducta.

La neurociencia cognitiva respalda esta visión. Los estudios sobre plasticidad sináptica muestran que cada palabra repetida consolida rutas neuronales que, con el tiempo, se vuelven más accesibles. El lenguaje actúa como un gimnasio mental donde se fortalecen las conexiones que determinan la forma de percibir y reaccionar.

En el liderazgo, esta conciencia lingüística adquiere aún mayor relevancia. Un directivo que insiste en expresiones como “esto es imposible”, “ya lo intentamos” o “no hay manera” entrena a su equipo para la resignación. En cambio, al preguntar “¿qué alternativas no hemos explorado?”, el cerebro colectivo entra en modo creativo. Las palabras funcionan como palancas cognitivas que, según su orientación, amplifican o reducen la energía disponible para actuar.

Cuando el diálogo interno está dominado por juicios negativos, el cuerpo se contrae, la respiración se acorta y el campo de acción se estrecha. Un lenguaje de posibilidad, en cambio, relaja el sistema nervioso y amplía la percepción. Así, el liderazgo comienza, literalmente, en la forma de hablar.

Reescribir el diálogo interno es, en ese sentido, una práctica de neurocoaching. No se trata sólo de cambiar las frases, sino de generar coherencia entre pensamiento, emoción y cuerpo. Repetir “soy capaz” resulta inútil si el tono, la postura o el gesto comunican lo contrario. El cerebro percibe la incongruencia y no consolida el nuevo patrón.

Las palabras se convierten, entonces, en una arquitectura invisible de los resultados. Lo que decimos nos programa, y lo que callamos también.

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